sábado, abril 30, 2005

Capítulo XXXI

Sancho cuenta a don Quijote su encuentro con Dulcinea:

«[...] Riose mucho cuando le dije como se llamaba vuestra merced el Caballero de la Triste Figura. Preguntele si había ido allá el vizcaíno de marras; díjome que sí, y que era un hombre muy de bien. También le pregunté por los galeotes, mas díjome que no había visto hasta entonces alguno.
—Todo va bien hasta agora —dijo don Quijote—. Pero dime: ¿qué joya fue la que te dio al despedirte por las nuevas que de mí le llevaste? Porque es usada y antigua costumbre entre los caballeros y damas andantes dar a los escuderos, doncellas o enanos que les llevan nuevas, de sus damas a ellos, a ellas de sus andantes, alguna rica joya, en albricias, en agradecimiento de su recado.
—Bien puede eso ser así, y yo la tengo por buena usanza. Pero eso debió de ser en los tiempos pasados; que ahora solo se debe de acostumbrar a dar un pedazo de pan y queso, que esto fue lo que me dio mi señora Dulcinea, por las bardas de un corral, cuando della me despedí; y aun, por más señas, era el queso ovejuno.
—Es liberal en estremo —dijo don Quijote—, y si no te dio joya de oro, sin duda debió de ser porque no la tendría allí a la mano para dártela; pero buenas son mangas después de Pascua; yo la veré y se satisfará todo. [...]»

miércoles, abril 27, 2005

Capítulo XXX

Don Quijote no soporta que Sancho hable mal de su amada Dulcinea. ¡Menuda bronca le echa!

«Don Quijote, que tales blasfemias oyó decir contra su señora Dulcinea, no lo pudo sufrir y, alzando el lanzón, sin hablalle palabra a Sancho y sin decirle esta boca es mía, le dio tales dos palos, que dio con él en tierra; y si no fuera porque Dorotea le dio voces que no le diera más, sin duda le quitara allí la vida.
—¿Pensáis —le dijo a cabo de rato—, villano ruin, que ha de haber lugar siempre para ponerme la mano en la horcajadura, y que todo ha de ser errar vos y perdonaros yo? Pues ¡no lo penséis, bellaco descomulgado, que sin duda lo estás, pues has puesto lengua en la sin par Dulcinea! Y ¿no sabéis vos, gañán, faquín, belitre, que, si no fuese por el valor que ella infunde en mi brazo, que no le tendría yo para matar una pulga? Decid, socarrón de lengua viperina, y ¿quién pensáis que ha ganado este reino; y cortado la cabeza a este gigante; y héchoos a vos marqués, que todo esto doy ya por hecho y por cosa pasada en cosa juzgada, si no es el valor de Dulcinea, tomando a mi brazo por instrumento de sus hazañas? Ella pelea en mí y vence en mí, y yo vivo y respiro en ella, y tengo vida y ser. ¡Oh hideputa bellaco, y cómo sois desagradecido, que os veis levantado del polvo de la tierra a ser señor de título y correspondéis a tan buena obra con decir mal de quien os la hizo!»

sábado, abril 23, 2005

Capítulo XXIX

Dorotea es la princesa Micomicona, la “fermosa señora” que busca a don Quijote para que le conceda un don.

«Tres cuartos de legua habrían andado, cuando descubrieron a don Quijote entre unas intricadas peñas, ya vestido, aunque no armado; y así como Dorotea le vio y fue informada de Sancho que aquel era don Quijote, dio del azote a su palafrén, siguiéndole el bien barbado barbero. Y, en llegando junto a él, el escudero se arrojó de la mula y fue a tomar en los brazos a Dorotea, la cual, apeándose con grande desenvoltura, se fue a hincar de rodillas ante las de don Quijote, y, aunque él pugnaba por levantarla, ella, sin levantarse, le fabló en esta guisa:
—De aquí no me levantaré, ¡oh valeroso y esforzado caballero!, fasta que la vuestra bondad y cortesía me otorgue un don, el cual redundará en honra y prez de vuestra persona y en pro de la más desconsolada y agraviada doncella que el sol ha visto. Y si es que el valor de vuestro fuerte brazo corresponde a la voz de vuestra inmortal fama, obligado estáis a favorecer a la sin ventura que de tan lueñes tierras viene al olor de vuestro famoso nombre, buscándoos para remedio de sus desdichas.
—No os responderé palabra, fermosa señora —respondió don Quijote—, ni oiré más cosa de vuestra facienda, fasta que os levantéis de tierra.
—No me levantaré, señor —respondió la afligida doncella—, si primero, por la vuestra cortesía, no me es otorgado el don que pido.
—Yo vos le otorgo y concedo —respondió don Quijote—, como no se haya de cumplir en daño o mengua de mi rey, de mi patria y de aquella que de mi corazón y libertad tiene la llave.»

lunes, abril 18, 2005

Capítulo XXVIII

«Digo, pues, que me torné a emboscar y a buscar donde, sin impedimento alguno, pudiese con suspiros y lágrimas rogar al cielo se duela de mi desventura y me dé industria y favor para salir della o para dejar la vida entre estas soledades, sin que quede memoria desta triste, que tan sin culpa suya habrá dado materia para que de ella se hable y murmure en la suya y en las ajenas tierras».

Dorotea cuenta su historia a Cardenio, el cura y el barbero.

miércoles, abril 13, 2005

Capítulo XXVII

El barbero y el cura emprenden la disparatada tarea de traer de vuelta a don Quijote disfrazándose de doncella. El capítulo se inicia con este minucioso retrato de la situación:

«No le pareció mal al barbero la invención del cura, sino tan bien, que luego la pusieron por obra. Pidiéronle a la ventera una saya y unas tocas, dejándole en prendas una sotana nueva del cura. El barbero hizo una gran barba de una cola rucia o roja de buey, donde el ventero tenía colgado el peine. Preguntoles la ventera que para qué le pedían aquellas cosas. El cura le contó en breves razones la locura de don Quijote, y cómo convenía aquel disfraz para sacarle de la montaña donde a la sazón estaba. Cayeron luego el ventero y la ventera en que el loco era su huésped, el del bálsamo, y el amo del manteado escudero, y contaron al cura todo lo que con él les había pasado, sin callar lo que tanto callaba Sancho. En resolución, la ventera vistió al cura de modo que no había más que ver: púsole una saya de paño, llena de fajas de terciopelo negro de un palmo en ancho, todas acuchilladas, y unos corpiños de terciopelo verde guarnecidos con unos ribetes de raso blanco, que se debieron de hacer ellos y la saya en tiempo del rey Bamba. No consintió el cura que le tocasen, sino púsose en la cabeza un birretillo de lienzo colchado que llevaba para dormir de noche, y ciñóse por la frente una liga de tafetán negro, y con otra liga hizo un antifaz con que se cubrió muy bien las barbas y el rostro. Encasquetóse su sombrero, que era tan grande que le podía servir de quitasol, y, cubriéndose su herreruelo, subió en su mula a mujeriegas, y el barbero en la suya, con su barba que le llegaba a la cintura, entre roja y blanca, como aquella que, como se ha dicho, era hecha de la cola de un buey barroso. Despidiéronse de todos y de la buena de Maritornes, que prometió de rezar un rosario, aunque pecadora, porque Dios les diese buen suceso en tan arduo y tan cristiano negocio como era el que habían emprendido».

viernes, abril 08, 2005

Capítulo XXVI

Estando don Quijote en la sierra, emprende la vuelta Sancho. Conversando con el cura y el barbero, se preocupa por la futura recompensa de su trabajo de escudero:

«Y así, le dijeron que rogase a Dios por la salud de su señor; que cosa contingente y muy agible era venir con el discurso del tiempo a ser emperador, como él decía, o, por lo menos, arzobispo o otra dignidad equivalente. A lo cual respondió Sancho:
—Señores, si la fortuna rodease las cosas de manera que a mi amo le viniese en voluntad de no ser emperador, sino de ser arzobispo, querría yo saber agora qué suelen dar los arzobispos andantes a sus escuderos.
—Suélenles dar —respondió el cura— algún beneficio simple o curado, o alguna sacristanía, que les vale mucho de renta rentada, amén del pie de altar, que se suele estimar en otro tanto.
—Para eso será menester —replicó Sancho— que el escudero no sea casado, y que sepa ayudar a misa, por lo menos; y, si esto es así, ¡desdichado de yo, que soy casado y no sé la primera letra del abecé! ¿Qué será de mí si a mi amo le da antojo de ser arzobispo, y no emperador, como es uso y costumbre de los caballeros andantes?
—No tengáis pena, Sancho amigo —dijo el barbero—; que aquí rogaremos a vuestro amo, y se lo aconsejaremos, y aun se lo pondremos en caso de conciencia, que sea emperador y no arzobispo, porque le será más fácil, a causa de que él es más valiente que estudiante».

sábado, abril 02, 2005

Capítulo XXV

En este capítulo, Sancho se lanza con una retahíla de refranes que salpica su diálogo con el caballero don Quijote:

«—Ni yo lo digo ni lo pienso —respondió Sancho—. Allá se lo hayan; con su pan se lo coman. Si fueron amancebados o no, a Dios habrán dado la cuenta. De mis viñas vengo, no sé nada; no soy amigo de saber vidas ajenas; que el que compra y miente, en su bolsa lo siente. Cuanto más, que desnudo nací, desnudo me hallo: ni pierdo ni gano. Mas que lo fuesen, ¿qué me va a mí? Y muchos piensan que hay tocinos, y no hay estacas. Mas, ¿quién puede poner puertas al campo? Cuanto más, que de Dios dijeron.
—¡Válame Dios —dijo don Quijote—, y qué de necedades vas, Sancho, ensartando! ¿Qué va de lo que tratamos a los refranes que enhilas? Por tu vida, Sancho, que calles, y de aquí adelante entremétete en espolear a tu asno y deja de hacello en lo que no te importa. Y entiende con todos tus cinco sentidos que todo cuanto yo he hecho, hago e hiciere va muy puesto en razón y muy conforme a las reglas de caballería, que las sé mejor que cuantos caballeros las profesaron en el mundo.»