jueves, junio 30, 2005

Capítulo XLIV

El ventero es molido a palos por dos huéspedes que pretendían irse sin pagar. Piden ayuda a don Quijote, pero este responderá que desfacer este entuerto no es de su competencia:

«... luego, embrazando su adarga y poniendo mano a su espada, acudió a la puerta de la venta, adonde aún todavía traían los dos huéspedes a mal traer al ventero; pero así como llegó, embazó y se estuvo quedo, aunque Maritornes y la ventera le decían que en qué se detenía; que socorriese a su señor y marido.
—Deténgome —dijo don Quijote—, porque no me es lícito poner mano a la espada contra gente escuderil; pero llamadme aquí a mi escudero Sancho; que a él toca y atañe esta defensa y venganza.
Esto pasaba en la puerta de la venta, y en ella andaban las puñadas y mojicones muy en su punto, todo en daño del ventero y en rabia de Maritornes, la ventera y su hija, que se desesperaban de ver la cobardía de don Quijote, y de lo mal que lo pasaba su marido, señor y padre».

sábado, junio 25, 2005

Capítulo XLIII

Don Quijote, atado. Engañado por la hija de la ventera y Maritormes. Debe de ser cosa de encantamento, piensa el caballero andante.

«Pero todas estas razones de don Quijote ya no las escuchaba nadie, porque así como Maritornes le ató, ella y la otra se fueron, muertas de risa, y le dejaron asido de manera, que fue imposible soltarse. Estaba, pues, como se ha dicho, de pies sobre Rocinante, metido todo el brazo por el agujero, y atado de la muñeca y al cerrojo de la puerta, con grandísimo temor y cuidado que si Rocinante se desviaba a un cabo o a otro, había de quedar colgado del brazo; y así, no osaba hacer movimiento alguno, puesto que de la paciencia y quietud de Rocinante bien se podía esperar que estaría sin moverse un siglo entero».

domingo, junio 19, 2005

Capítulo XLII

A la venta llega un oidor -juez del reino- llamado Juan Pérez de Viedma, que resulta ser el hermano menor del capitán cautivo que allí se hospeda. Final feliz para la historia con este reencuentro.

«Acudió el capitán a abrazar a su hermano, y él le puso ambas manos en los pechos, por mirarle algo más apartado; mas cuando le acabó de conocer, le abrazó tan estrechamente, derramando tan tiernas lágrimas de contento, que los más de los que presentes estaban le hubieron de acompañar en ellas. Las palabras que entrambos hermanos se dijeron, los sentimientos que mostraron, apenas creo que pueden pensarse, cuanto más escribirse. Allí, en breves razones, se dieron cuenta de sus sucesos; allí mostraron, puesta en su punto, la buena amistad de dos hermanos; allí abrazó el oidor a Zoraida; allí la ofreció su hacienda; allí hizo que la abrazase su hija; allí la cristiana hermosa y la mora hermosísima renovaron las lágrimas de todos».

miércoles, junio 15, 2005

Capítulo XLI

La historia que cuenta el cautivo comprende su fuga de la prisión de Argel, junto con otros cristianos, gracias a la ayuda de la mora Zoraida. Todos parten de esta ciudad norteafricana en una arriesgada travesía que les llevará hasta la costa andaluza. La embarcación que usan no es una patera, sino una barca con remos y vela.

«... sin mirar a otro norte que a la tierra que se nos mostraba delante, nos dimos tanta priesa a bogar, que al poner del sol estábamos tan cerca, que bien pudiéramos, a nuestro parecer, llegar antes que fuera muy noche; pero por no parecer en aquella noche la luna y el cielo mostrarse escuro, y por ignorar el paraje en que estábamos, no nos pareció cosa segura embestir en tierra, como a muchos de nosotros les parecía, diciendo que diésemos en ella, aunque fuese en unas peñas y lejos de poblado, porque así aseguraríamos el temor que de razón se debía tener que por allí anduviesen bajeles de cosarios de Tetuán, los cuales anochecen en Berbería y amanecen en las costas de España, y hacen de ordinario presa, y se vuelven a dormir a sus casas; pero de los contrarios pareceres el que se tomó fue que nos llegásemos poco a poco y que, si el sosiego del mar lo concediese, desembarcásemos donde pudiésemos. Hízose así, y poco antes de la media noche sería cuando llegamos al pie de una disformísima y alta montaña, no tan junto al mar que no concediese un poco de espacio para poder desembarcar cómodamente; embestimos en la arena, salimos a tierra, besamos el suelo, y con lágrimas de muy alegrísimo contento dimos todos gracias a Dios, Señor Nuestro, por el bien tan incomparable que nos había hecho; sacamos de la barca los bastimentos que tenía, tirámosla en tierra, y subímonos un grandísimo trecho en la montaña, porque aun allí estábamos y aún no podíamos asegurar el pecho, ni acabábamos de creer que era tierra de cristianos la que ya nos sostenía».

miércoles, junio 08, 2005

Capítulo XL

«Y aunque la hambre y desnudez pudiera fatigarnos a veces, y aun casi siempre, ninguna cosa nos fatigaba tanto como oír y ver a cada paso las jamás vistas ni oídas crueldades que mi amo usaba con los cristianos. Cada día ahorcaba el suyo, empalaba a este, desorejaba a aquel; y esto por tan poca ocasión y tan sin ella, que los turcos conocían que lo hacía no más de por hacerlo, y por ser natural condición suya ser homicida de todo el género humano. Solo libró bien con él un soldado español llamado tal de Saavedra, el cual, con haber hecho cosas que quedarán en la memoria de aquellas gentes por muchos años, y todas por alcanzar libertad, jamás le dio palo, ni se lo mandó dar, ni le dijo mala palabra, y por la menor cosa de muchas que hizo temíamos todos que había de ser empalado; y así lo temió él más de una vez, y si no fuera porque el tiempo no da lugar, yo dijera ahora algo de lo que este soldado hizo, que fuera parte para entreteneros y admiraros harto mejor que con el cuento de mi historia».

Sigue la historia del cautivo.

sábado, junio 04, 2005

Capítulo XXXIX

El cautivo que ha llegado a la venta cuenta su historia. Y reproduce lo que una vez su padre les dijo a él y sus dos hermanos:

«Y lo que he pensado es hacer de mi hacienda cuatro partes: las tres os daré a vosotros, a cada uno lo que le tocare, sin exceder en cosa alguna, y con la otra me quedaré yo para vivir y sustentarme los días que el cielo fuere servido de darme de vida. Pero querría que, después que cada uno tuviese en su poder la parte que le toca de su hacienda, siguiese uno de los caminos que le diré. Hay un refrán en nuestra España, a mi parecer, muy verdadero, como todos lo son, por ser sentencias breves sacadas de la luenga y discreta experiencia, y el que yo digo, dice: “Iglesia, o mar, o casa real”, como si más claramente dijera: “Quien quisiere valer y ser rico, siga, o la Iglesia, o navegue ejercitando el arte de la mercancía, o entre a servir a los reyes en sus casas”. Porque dicen: “Más vale migaja de rey, que merced de señor”. Digo esto, porque querría, y es mi voluntad, que uno de vosotros siguiese las letras, el otro la mercancía, y el otro sirviese al rey en la guerra, pues es dificultoso entrar a servirle en su casa; que ya que la guerra no dé muchas riquezas, suele dar mucho valor y mucha fama».