martes, abril 18, 2006

Segunda parte. Capítulo XLVIII

De cómo pueden confundir las apariencias en la penumbra de la noche.

«Púsose en pie sobre la cama, envuelto de arriba abajo en una colcha de raso amarillo, una galocha en la cabeza, y el rostro y los bigotes vendados; el rostro, por los aruños, los bigotes, porque no se le desmayasen y cayesen, en el cual traje parecía la más extraordinaria fantasma que se pudiera pensar. Clavó los ojos en la puerta, y cuando esperaba ver entrar por ella a la rendida y lastimada Altisidora, vio entrar a una reverendísima dueña con unas tocas blancas repulgadas y luengas, tanto, que la cubrían y enmantaban desde los pies a la cabeza. Entre los dedos de la mano izquierda traía una media vela encendida, y con la derecha se hacia sombra, porque no le diese la luz en los ojos, a quien cubrían unos muy grandes antojos; venia pisando quedito, y movía los pies blandamente. Mirola don Quijote desde su atalaya, y cuando vio su adeliño y notó su silencio, pensó que alguna bruja o maga venía en aquel traje a hacer en él alguna mala fechuría, y comenzó a santiguarse con mucha priesa. Fuese llegando la visión y, cuando llegó a la mitad del aposento, alzó los ojos y vio la priesa con que se estaba haciendo cruces don Quijote, y si él quedó medroso en ver tal figura, ella quedó espantada en ver la suya, porque, así como le vio tan alto y tan amarillo, con la colcha y con las vendas que le desfiguraban, dio una gran voz diciendo:
—Jesús, ¿qué es lo que veo?
Y con el sobresalto se le cayo la vela de las manos, y, viéndose a escuras, volvió las espaldas para irse, y con el miedo tropezó en sus faldas y dio consigo una gran caída».

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