domingo, febrero 27, 2005

Capítulo XV

Don Quijote y Sancho reciben más de un estacazo, tras contemplar que el noble Rocinante también fue molido a palos, de parte de unos «desalmados yangüeses». Doloridos y quejumbrosos, el diálogo de ambos en el suelo es toda una lección del caballero a su escudero, al que hace saber que aquella paliza no constituye afrenta alguna, pues aquellos hombres no los machacaron con armas de caballeros sino con las estacas que usan en su trabajo.

«Y despidiendo treinta ayes y sesenta suspiros y ciento veinte pésetes y reniegos de quien allí le había traído, se levantó, quedándose agobiado en la mitad del camino, como arco turquesco, sin poder acabar de enderezarse; y con todo este trabajo aparejó su asno, que también había andado algo distraído con la demasiada libertad de aquel día. Levantó luego a Rocinante, el cual, si tuviera lengua con que quejarse, a buen seguro que Sancho ni su amo no le fueran en zaga. En resolución, Sancho acomodó a don Quijote sobre el asno y puso de reata a Rocinante, y, llevando al asno de cabestro se encaminó, poco más a menos, hacia donde le pareció que podía estar el camino real. Y la suerte, que sus cosas de bien en mejor iba guiando, aun no hubo andado una pequeña legua, cuando le deparó el camino, en el cual descubrió una venta que, a pesar suyo y gusto de don Quijote, había de ser castillo. Porfiaba Sancho que era venta y su amo que no, sino castillo; y tanto duró la porfía, que tuvieron lugar, sin acabarla, de llegar a ella, en la cual Sancho se entró, sin más averiguación, con toda su recua».

domingo, febrero 20, 2005

Capítulo XIV

La canción de Grisóstomo. Tras la cual se despiden todos los que han acudido al entierro del protagonista. Don Quijote emprende de nuevo el rumbo, pero no acepta la invitación de ir a Sevilla.

«Luego esparcieron por cima de la sepultura muchas flores y ramos, y, dando todos el pésame a su amigo Ambrosio, se despidieron de él. Lo mismo hicieron Vivaldo y su compañero, y don Quijote se despidió de sus huéspedes y de los caminantes, los cuales le rogaron se viniese con ellos a Sevilla, por ser lugar tan acomodado a hallar aventuras, que en cada calle y tras cada esquina se ofrecen más que en otro alguno. Don Quijote les agradeció el aviso y el ánimo que mostraban de hacerle merced, y dijo que por entonces no quería ni debía ir a Sevilla, hasta que hubiese despojado todas aquellas sierras de ladrones malandrines, de quien era fama que todas estaban llenas. Viendo su buena determinación, no quisieron los caminantes importunarle más, sino, tornándose a despedir de nuevo, le dejaron y prosiguieron su camino; en el cual no les faltó de qué tratar, así de la historia de Marcela y Grisóstomo, como de las locuras de don Quijote».

domingo, febrero 13, 2005

Capítulo XIII

Le preguntan a don Quijote, tras explicar la razón por la que va armado en tierras tan pacíficas, qué quiere decir eso de ser caballero andante. La respuesta confirma la idea, en los que le oyen, de que este caballero andante está loco:

«¿No han vuestras mercedes leído —respondió don Quijote— los anales e historias de Ingalaterra, donde se tratan las famosas fazañas del rey Arturo, que continuamente en nuestro romance castellano llamamos el rey Artús, de quien es tradición antigua y común en todo aquel reino de la gran Bretaña que este rey no murió, sino que, por arte de encantamento, se convirtió en cuervo, y que, andando los tiempos, ha de volver a reinar y a cobrar su reino y cetro; a cuya causa no se probará que desde aquel tiempo a este haya ningún inglés muerto cuervo alguno? Pues en tiempo deste buen rey fue instituida aquella famosa orden de caballería de los caballeros de la Tabla Redonda, y pasaron, sin faltar un punto, los amores que allí se cuentan de don Lanzarote del Lago con la reina Ginebra, siendo medianera de ellos y sabidora aquella tan honrada dueña Quintañona, de donde nació aquel tan sabido romance y tan decantado en nuestra España de «Nunca fuera caballero / de damas tan bien servido, / como fuera Lanzarote / cuando de Bretaña vino», con aquel progreso tan dulce y tan suave de sus amorosos y fuertes fechos. Pues desde entonces, de mano en mano, fue aquella orden de caballería estendiéndose y dilatándose por muchas y diversas partes del mundo. Y en ella fueron famosos y conocidos por sus fechos el valiente Amadís de Gaula, con todos sus hijos y nietos hasta la quinta generación, y el valeroso Felixmarte de Hircania, y el nunca como se debe alabado Tirante el Blanco, y casi que en nuestros días vimos y comunicamos y oímos al invencible y valeroso caballero don Belianís de Grecia. Esto, pues, señores, es ser caballero andante, y la que he dicho es la orden de su caballería, en la cual, como otra vez he dicho, yo, aunque pecador, he hecho profesión, y, lo mesmo que profesaron los caballeros referidos, profeso yo. Y así, me voy por estas soledades y despoblados buscando las aventuras, con ánimo deliberado de ofrecer mi brazo y mi persona a la más peligrosa que la suerte me deparare, en ayuda de los flacos y menesterosos».

martes, febrero 08, 2005

Capítulo XII

Uno de los cabreros empieza a contar la historia de Grisóstomo y Marcela. Don Quijote corrige en dos ocasiones palabras utilizadas por el cabrero en el relato. Cuando éste pronuncia la expresión «vivir más años que sarna», don Quijote lo interrumpe y se produce este breve diálogo, en el que compara a Sarra (en realidad Sara, mujer de Abraham, que vivió ciento veintisiete años) con la sarna:

«(...) Y quiéroos decir ahora, porque es bien que lo sepáis, quien es esta rapaza; quizá, y aun sin quizá, no habréis oído semejante cosa en todos los días de vuestra vida, aunque viváis más años que sarna.
—Decid Sarra —replicó don Quijote, no pudiendo sufrir el trocar de los vocablos del cabrero.
—Harto vive la sarna —respondió Pedro—; y si es, señor, que me habéis de andar zaheriendo a cada paso los vocablos, no acabaremos en un año.
—Perdonad, amigo —dijo don Quijote—; que por haber tanta diferencia de sarna a Sarra os lo dije. Pero vos respondistes muy bien, porque vive más sarna que Sarra; y proseguid vuestra historia, que no os replicaré más en nada».

viernes, febrero 04, 2005

Capítulo XI

Se anticipa el tema pastoril en la novela. Don Quijote y Sancho paran a comer con unos pastores. El cabrero Antonio interpreta una canción o romance. Pero antes don Quijote, inspirado, empieza a recordar los tiempos mejores de la edad dorada en una “larga arenga” que empieza con estas palabras:

«Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien los antiguos pusieron nombre de dorados; y no porque en ellos el oro, que en esta nuestra edad de hierro tanto se estima, se alcanzase en aquella venturosa sin fatiga alguna, sino porque entonces los que en ella vivían ignoraban estas dos palabras de tuyo y mío. Eran en aquella santa edad todas las cosas comunes; a nadie le era necesario, para alcanzar su ordinario sustento, tomar otro trabajo que alzar la mano y alcanzarle de las robustas encinas, que liberalmente les estaban convidando con su dulce y sazonado fruto. Las claras fuentes y corrientes ríos, en magnífica abundancia, sabrosas y transparentes aguas les ofrecían. En las quiebras de las peñas y en lo hueco de los árboles formaban su república las solícitas y discretas abejas, ofreciendo a cualquiera mano, sin interés alguno, la fértil cosecha de su dulcísimo trabajo. Los valientes alcornoques despedían de sí, sin otro artificio que el de su cortesía, sus anchas y livianas cortezas, con que se comenzaron a cubrir las casas, sobre rústicas estacas sustentadas, no más que para defensa de las inclemencias del cielo. Todo era paz entonces, todo amistad, todo concordia; aún no se había atrevido la pesada reja del corvo arado a abrir ni visitar las entrañas piadosas de nuestra primera madre, que ella, sin ser forzada, ofrecía por todas las partes de su fértil y espacioso seno lo que pudiese hartar, sustentar y deleitar a los hijos que entonces la poseían».