Don Quijote y Sancho reciben más de un estacazo, tras contemplar que el noble Rocinante también fue molido a palos, de parte de unos «desalmados yangüeses». Doloridos y quejumbrosos, el diálogo de ambos en el suelo es toda una lección del caballero a su escudero, al que hace saber que aquella paliza no constituye afrenta alguna, pues aquellos hombres no los machacaron con armas de caballeros sino con las estacas que usan en su trabajo.
«Y despidiendo treinta ayes y sesenta suspiros y ciento veinte pésetes y reniegos de quien allí le había traído, se levantó, quedándose agobiado en la mitad del camino, como arco turquesco, sin poder acabar de enderezarse; y con todo este trabajo aparejó su asno, que también había andado algo distraído con la demasiada libertad de aquel día. Levantó luego a Rocinante, el cual, si tuviera lengua con que quejarse, a buen seguro que Sancho ni su amo no le fueran en zaga. En resolución, Sancho acomodó a don Quijote sobre el asno y puso de reata a Rocinante, y, llevando al asno de cabestro se encaminó, poco más a menos, hacia donde le pareció que podía estar el camino real. Y la suerte, que sus cosas de bien en mejor iba guiando, aun no hubo andado una pequeña legua, cuando le deparó el camino, en el cual descubrió una venta que, a pesar suyo y gusto de don Quijote, había de ser castillo. Porfiaba Sancho que era venta y su amo que no, sino castillo; y tanto duró la porfía, que tuvieron lugar, sin acabarla, de llegar a ella, en la cual Sancho se entró, sin más averiguación, con toda su recua».
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